Versión del texto en audio.

Si ahora que estoy de pie fuera a caerme,
por un envión de Saturno o ausencia de deseo, pregunto:
me iría hacia atrás, como una escoba, un soldado de plomo,
o mis piernas se irían descomponiendo por sus partes;
como si dios soltara mis hombros de sus cables.

Si ahora que lavo los cuchillos o escarbo la arena,
repentinamente me dejara llevar hacia una breve muerte, dudo:
me iría franco, como una castaña al filo de una navaja
o de rodillas, como un camello atravesando una duna.

Con los brazos hacia el cielo, para asirme de él, o con la resignación de las ramas secas. 

Si yo cayera hoy, digamos, al cuarto para las seis, reflexiono:
se conocería el asunto como cuando se prende una bombilla, al vuelo de un cóndor,
o como cuando se enciende el horizonte desde el Este, al paso de una tortuga;
como el otoño o como un hacha.

Si cayera y mi respirar se fatigara; si nadie supiera el sonido o escuchara el silencio
que sigue, caer sería un supuesto:
no el acontecimiento, sino el rastro de su imagen,
la acidez de un limón mordido, que es su eco, la silueta que lo hace redondo.
Sería menos que las rigurosas piedras de los despeñaderos, que rompen el agua,
menos que una estatua en Troya, que quiebra la historia,
más cercano a una cascada, que nunca verdaderamente cae; que a una bicicleta en un vestíbulo.

Si yo cayera, sin recelo, desliz, miedo, lo haría, también, sin gracia: haciendo poco ruido, sin la solemnidad del Hindenburg. Y nadie diría

“oh, la humanidad”.

Me daría en la frente, en la quijada, en el carrillo, en la nuca, los codos.
Mas solo mis gatas me lamerían las heridas,
solo se romperían las alas en mi ventana las moscas de la ciudad,
solo habitarían mi cuerpo los insectos ocultos en los entrepaños. 

Me tomarían en brazos hasta las once de la noche o al alba del próximo día.
Contarían no que caí, sino que yacía. 

Me mecerían en un presente inútil,
con pesar, dolor de años, la misma impotencia de los objetos;
con mis manos como guantes de espuma, los trastes a medio lavar, las uñas
encajadas en las palmas por la ira de la angustia de cada mañana;
con el silencio profundo de un pasillo despoblado. 

Con tristeza. Como si de mi cuerpo recogieran mi tristeza y, tan lamentablemente,
solo quienes no me amaban me recordaran de pie. 

Si yo cayera ayer, hoy o mañana, dirían que fue el cáncer y no el cansancio;
que el cansancio es el cáncer y no el agotamiento;
que el agotamiento es el cáncer y no la lasitud;
que la lasitud es una de las latitudes del cáncer.
No dirían que el alma derrota a las piernas también.
No dirían que de tanto escribir sobre los descensos también termina
desvaneciendo,
       desfalleciendo:
                    falleciendo uno mismo.
                                Él mismo.
                                           El mismo:
                                                      yo.

Si yo cayera, no sería una metáfora, no un síntoma del cuerpo, sino una ráfaga de la potencia cinética de la vida que nos empuja de su carrusel, con sus caballos, con violencia centrífuga. 

Sin que Cristo tienda la mano. Sin haber confrontado mi vida, mis deseos, mi humanidad. Sin que Cristo tendiera la mano. 

Pero estaría en paz, 

lejos de recordar lo que hiere, de levantar lo que pesa, de arrastrar castillos;
sí, inmerso en todo lo que no soy, diluido en el tiempo;
pero inmenso en el Dios hindú del todo, que nos recuerda en el infinito,
cómo fuimos, hasta la sombra que colgaba de nuestros zapatos.
Sí, inmerso en la amnesia del mundo, que ha olvidado el sufrimiento,
pero inmenso en una luz perpetua, intolerable, imperceptible, impermeable,
tan oscura como la noche soñando.

Estaría tan lejos y nunca antes tan cerca.
Diariamente tan cerca;
como a la lejanía palpable del sol, un cardumen de nubes o un jarrón de estrellas.

De una vez en paz con el polvo tranquilo.

Y si acaso el silencio jamás le contestaría a mis padres,
nunca tampoco dejaría de descender igual la luz sobre mi colchón;
ni mi niña dejaría de hacer memorias,
no pararían de envejecer los sauces;
ni de ser sagrados los niños. 

Si yo cayera,
mi nombre sería los haces entre las copas de los árboles,
un chiflido futuro en las praderas sin lengua.

O nada. El final de los años.

La caída de todos.

La caída de nadie.

Ilustración de гаракифара, tomada de su cuenta de X, @paragraphicas.

Samuel López (CDMX, México, 1992) Redactor. Estudió Música y Letras Hispánicas. Sus textos han sido publicados en las revistas Purgante, Casapaís y Punto de Partida. Sus temas e intereses se centran la nostalgia, la esperanza y la contemplación.

melancolía, abandono, renuncia, duda, Langeweile

Avatar de paginasalmon
Escrito por:paginasalmon

Deja un comentario